Serotonina o la terapia del ser infeliz

Puede parecer una provocación. De hecho, alguien me comentaba que es racista, misógino, rezuma machismo cuartelario y no sé cuántas más descalificaciones. Un salirse de tiesto poniendo el dedo en la llaga de los temas más sensibles y que más nos indignan y ya está: ¡a vender libros! Pero, ¡quia! Serotonina va más allá de la provocación, Serotonina es un crudo y desgarrador lamento hecho carne; ese es Florent-Claude Labrouste: es la desesperación huyendo de sí misma, es una claudicación.

Florent-Claude Labrouste está en la mitad de su vida, en la mitad de sus cuarenta (más uno), y, para qué negarlo, cuesta empatizar con un personaje que en muchas de sus afirmaciones resulta detestable. Pero ese ser retorcido que habla con absoluto desprecio y frivolidad de los inmigrantes, de las prostitutas, de las mujeres en general, de las clases más humildes, no es otra cosa que un despojo de ser humano tras el espejismo de la felicidad y de la esperanza perdida.




El ser derrotado incontestable que es ese Labrouste despierta una compasión infinita 

El periplo de la desesperación comienza en una gasolinera REPSOL de Almería. Dos chicas jóvenes que detienen su coche y piden ayuda al protagonista para mirar la presión de los neumáticos. La atracción erótica: el color del pelo y su movimiento, los muslos, el culo, una falda corta y flotante, de algodón blanco que volaría con el menor soplo de viento. La fabulación sexual: la idea de protagonizar una película romántica o pornográfica, la idea del trío, los hombres que desean a esas chicas frescas, ecologistas y amantes de los tríos. Pero estábamos en la realidad, dice el narrador, por eso me fui a casa. Y la realidad redundante (la idea), cada vez que el narrador evoca a esas chicas jóvenes y frescas de la gasolinera, es la dolorosa nostalgia, ese culto a la juventud perdida, a la esencia de la juventud: belleza, frescura, despreocupación. Y en ese relato de elucubraciones absurdas con dos jóvenes desconocidas, también se aviva el deseo de felicidad al tiempo que lo anula, en alardes de pesimismo vital, como si no fuese merecedor de ella, o como si hubiese agotado toda oportunidad para poder serlo. Este deseo y su negación es una constante a lo largo del libro. "Las promesas de felicidad se volvían un poco borrosas a mi edad, pero durante varias noches después del encuentro, soñaba con que la castaña llamaba a mi puerta. Había vuelto a buscarme, mi vagabundeo por este mundo había llegado a su fin, había vuelto para salvarme con un solo movimiento la polla, mi ser y mi alma". La misma chispa de absurda esperanza, de que sea una mujer quien lo salve y le devuelva a la felicidad perdida, surge al final del libro, con Audrey, recepcionista de uno de los hoteles en donde se hospeda, con la que apenas a mediado dos frases, pero que en su delirante desesperación cree interpretar muestras de un amor que lo salve. 



El acto fallido de ser feliz
(O el ser humano es el único animal al que no le basta ser feliz, escribe Houellebecq)

Continúa su viaje desde España hasta Francia en compañía de su joven pareja japonesa, con la que vive una relación de desengaño, asco y profunda desgana. Y es entonces cuando decide desaparecer, convertirse en un ser errático que se mueve por diversos hoteles  y comarcas de una Francia convulsa y premonitoria, al encuentro de mujeres a las que amó y amigos de juventud. Y de todos ellos se deduce el fracaso de vida o la dolorosa incapacidad de ser feliz: el alcoholismo de Claire, la actriz que nunca llegó a ser actriz; el abandono y la decadente vida de su amigo aristócrata Aymeric; la vida solitaria y apartada de la única mujer con la que fue feliz, Camille ... Todos han fracasado de alguna forma, todos perdieron la oportunidad o fueron traicionados por la que una vez fue su opción de ser felices. Planea, sobre ese vacío de vidas y suerte de desgracias, la idea de que el ser humano es el único responsable en esos actos de destrucción que van minando la existencia. Y que si en algún momento fue capaz de acariciar la fórmula de la felicidad, no tarda en rebelarse contra esa felicidad en unos actos u omisiones conscientes o inconscientes que la destruyen. 

Labrouste (Houellebecq) es descarnado en cuestiones de sexo, de zoofilias, de prostitutas, de jovencitas, en afirmaciones sobre lo que buscamos o no las mujeres cuando amamos a los hombres o follamos con ellos (o follan con nosotras), indiferente o despreciativo (un corazón endurecido) cuando habla de pederastia, de los ganaderos y agricultores, de la inmigración, de la decadente Europa, del fracaso de organismos internacionales... Es incisivo, hiriente y baboso hasta la náusea, esa misma náusea que es su personaje. Pero tantas veces es náusea, tantas veces Houellebecq lo salva de la condena con algún giro que apela a nuestra compasión. Florent-Claude Laubrouste es un personaje agónico, esa agonía que llamamos los sanitarios en ascensor, que se hunde y resurge en el agua en busca de una tabla de salvación, tabla de salvación que una dosis diaria de Captorix; esos 20 mg que le ayudan a soportar la desoladora incapacidad de ser feliz.

Al hilo del final, el ser humano ha creado signos con los que comunicarse, códigos complejos, los ha sabido interpretar y ha resuelto jeroglíficos indescifrables, pero deja de manifiesto su incapacidad para entender aquellas señales que la vida le ofrece a su paso.

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